El verse correr por los pasillos de su vecino Luis, el jugar con Ágatha a las muñecas de trapo, el siempre comer panecillos a escondidas de su Tío Juan Carlos por temor a un regaño, el tener que siempre esconderse detrás de la puerta del comedor central para no ir a la ducha con su mamá, y asimismo día a día tener que atravesar por la madrugada la viga de contención para poder ver a Tomás. Aquel joven que siempre le sonrió cuando ella estaba enfadada o sola después de un regaño injusto, ese niño que siempre guardó los secretos más ocultos de la pequeña Sandra... quizá aquel recuerdo imborrable del brillos de los ojos de Tomás aún yacía en el corazón lleno de corazas injustificadas de Sandra; pues era ese color, ese reflejo de su alma, esa veracidad y tierna mirada la que le hacía sentir ese fuego interno, esa respiración agitada e incontrolable, esos suspiros insoslayables por su mente y al mismo tiempo trasportarla a otros mundos lejanos a su realidad juvenil. Por milésimas de segundos, Sandra no se sentía ella misma, sentía estar desfasada en su tiempo transcurrido y miraba lo que había vivido sin juzgarlo, fue quizá el momento más emocionante de su vida –hasta entonces-. Todo se irrumpió por un bocinazo zumbante y potente en el tímpano de Sandra proveniente de un camión que procuraba no atropellarle. Llena de pavor y temblorosa, saltó al jardín de su madre y pudo otra vez escuchar el “Tic-Tac” infinito del reloj de salón en la casa de su madre.
Golpeó lentamente la puerta y aún en estado de somnolencia gritó un: ¡Mamá abre llegué, soy YO!. En eso y de manera casi tenebrosa se abrió la cortina de la ventana izquierda e inferior de la casa de niñez de Sandra. ¿Quién se asomaba a mirar los gritos desesperados?, pues era su mismísima madre, Lucrecia la que por años irrumpió de manera obsesiva y a veces hasta enmarañada en la vida sentimental y social de Sandra. Con una cara arrugada y lejos de mostrar la firmeza y cruda forma de ser de antaño, la señora Lucrecia abrió con cautela el cerrojo y pestillo de su casona sobreviviente al feroz incendio; aunque se escucho el suspiro de alivio de Sandra por ver a su madre sana y salva hasta el negocio de la esquina de enfrente, su rostro por el contrario no mostró ningún gesto amigable ni sentimental a su antiquísima madre. Por razones obvias para cualquiera, en Sandra por fin se abrían los caminos pedregosos ante una nueva forma de pensar y actuar ante la vida; aunque el orgullo y el dolor aún quemaban en su interior como una piedra recién expulsada de un magma en erupción.
------------------
Cuarta Parte.